martes, 7 de octubre de 2014

Infierno halógeno.

Al fin despertó. Después de varias horas inconsciente, abrió los ojos lentamente, sin ver nada. Los tenía vendados con una tela negra. Instintivamente movió los brazos para quitársela, pero estaban atados al respaldo del sillón en el que estaba. Sus pies igual. Quiso gritar y se escuchó un sonido indescifrable. Tenía la lengua cortada y la boca dormida. No entiendió nada de lo que ocurría. Su mente seguía enturmecida, apenas podía pensar. Forcejeó desganado con la esperanza incierta de soltarse, hasta que las sacudidas empezaron a ser fuertes y desesperadas. Movía el cuello rápidamente, la desesperación se apoderaba de él en cuestión de segundos. No podía quedarse quieto, quería soltarse y ver dónde estaba. No funcionó. Empezó a gritar de nuevo, con sonidos espeluznantes propios de animales más que de humanos, y nadie acudió en su ayuda. Entró en pánico. La impotencia no hizo mella en él, continuó estirando salvajemente de aquellas cuerdas. Y más sacudidas, gritos y llantos. Empezaba a angustiarse, en cuestión de minutos había entrado en la más profunda desesperación. Su corazón latía con furia, parecía una lombriz atrapada por la garra de un ave, contoneándose agónica en frenesí. La atmósfera de aquella fábrica estaba compuesta de gritos inhumanos, chasqueteos cuerdas contra el suelo y luz pálida como la piel de aquel hombre empapado en sudor. Su respiración se aceleró, parecía estar a punto de estallar... Y despertó, levantó la mitad del cuerpo en un acto reflejo y tomó una bocanada de aire como si su vida dependiera de ello. Empapado en sudor e intentando recuperar el aliento, encendió la lámpara color naranja que le regaló su ex-mujer por su cumpleaños, que sin aun entender porqué, seguía en la mesita de noche. Aquella habitación no era muy grande, cabía su cama de dos personas, una mesita de noche y un armario empotrado en la pared de enfrente de la cama. Además del desorden que dominaba la habitación, que contribuía a empequeñecerla.
Se levantó de la cama con torpeza, al fin calmado, y se fue hacia la cocina a beber algo de agua, la vieja camiseta de tirantes blanca estaba empapada en sudor y los shorts no se quedaban atrás. También aquella vieja camiseta de tirantes despedía un hedor insoportable, que por suerte no podía oler él mismo; seguía resfriado. En realidad todo él despedía un hedor insoportable. No se había duchado en todo el fin de semana, su pelo corto y castaño parecía un pequeño cactus. Después de hidratarse, se duchó, al fin, apenas tres horas antes de entrar al trabajo. Aquella ducha fue su revitalizadora, abrió la mampara de cristal con adornos de flores del cubículo de la ducha y emergió junto con una avalancha de vapor de agua que inclusó le tapó la figura. Aún como una sombra en la neblina acuosa, abrió la puerta del baño y fue a vestirse, aseado y relajado. Su relajación le duró hasta que vio el reloj: Le faltaban veinte minutos para llegar al trabajo. Fue la vez que más rápidamente se había vestido de su vida. Llegó, eso sí, a tiempo a su trabajo. No ccupaba un gran cargo, era uno de los empleados de la sección de recursos humanos de una de esas multinacionales japonesas que aparecen de la nada. De veras, esas malditas oficinas, si pestañeas te has perdido como construían una. Pues ése pobre diablo encontró suerte ahí y llevaba medio año trabajando para ellos, le pagaban bien y por lo general eran simpáticos. Aunque cualquier sueldo del mundo no pagaría lo que tenía que ver a diario: Personajes de lo más extraño. Una vez se sentó frente a un joven, de unos veinticinco años, de complexión débil y pelo corto, que casi acabando su entrevista -muy acertada, por cierto- entró en pánico y huyó derribando la puerta de su oficina mientras él miraba atónito cómo desaparecía por el pasillo, con su currículum en la mano. Aquel corredor de fondo tenía problemas sociales y le costaba mucho hablar con desconocidos; irónicamente, se presentaba para ser compañero suyo, en recursos humanos. Quizás fue mejor que saliese corriendo.
Llegó a la oficina después de unos incomodísimos tres minutos con su jefe en el ascensor del edificio, no tuvo ni idea de qué debió hablar con él, así que no habló de nada. Se sentó en la silla de ejecutivo tan cómoda como una roca escarpada, descargó todo su maletín, se arregló la corbata, se peinó y avisó a recepción para que pasara el primer aspirante. Uno tras otro fueron apareciendo por la puerta de su oficina, desde jovenes inseguros hasta bellas mujeres que se le insinuaban en busca de trabajo, pero al fin pudo salir y comer algo y despejarse de todo aquello; fue una mañana muy dura y aún lo sería más la tarde: Un informe que usaba de pisapapeles le esperaba para terminarse. Bajó a la cafetería a desgana y comió con los de siempre: Una joven secretaria de un jefe, un pobre oficinista más y el guarda de seguridad del sexto piso. Les contó su última experiencia con una mujer, de unos cincuenta años, que se le había insinuado un par de horas atrás. Era muy bueno contando anécdotas, tenía la gracia innata para hacer de cualquier historia un hito humorístico, y desde luego sus compañeros lo agradecían mucho. Y volvió al trabajo, tras dos horas de risa y tranquilidad. Sabía perfectamente que a esa joven secretaria él le gustaba, pensó en invitarla a salir algún día y todavía era una intención.
Empezó con una tarde más aburrida todavía, a pesar de que pensaba que no podía serlo más que la mañana. El informe era completamente infernal. No se terminaba nunca, eran dato tras dato: Nombre de la persona, su rendimiento en aquella cutre y pobre empresa y sus últimas aportaciones.
Suspiró, levantó la cabeza de los últimos quinientos folios que le quedaban por leer y se dio cuenta de que sólo el quedaba en todo el piso, amparado por la luz fría de los tubos fluorescentes de su celda. Aquella luz, aquel ambiente halógeno, le sonaba de algo.

lunes, 13 de mayo de 2013

Y nadie más miraba por la ventana.

Por las mañanas, en invierno, todo tiene un aura que extrema el frío. Las calles se ven con un filtro azul, todo parece solitario y abandonado. En un tren, ocurre lo mismo. El paisaje azulado avanza fugaz por el cristal mientras todos los pasajeros siguen sumidos en su mundo. Es como si un dibujante experto trazase las líneas del paisaje en el límite de la ventana y un gran pintor las colorease al instante. Una ventana, una simple ventana se convierte en el único portal hacia la realidad. No existe nada más allá de los límites de plástico que rodean el cristal. Un fenómeno extraño que casi nadie acaba de comprender y muy pocos llegan a contemplar. Él era uno de ellos. Sentado al lado del cristal, se imaginaba a un gran pintor, en cuanto a dimensiones, con una larga barba y pelo enmarañado blanco, vestido con un largo mono amarillo lleno de salpicaduras de pintura y armado con pincel y paleta, pintando con celeridad sobrehumana y sudando gotas de pintura que abastecen su paleta, lo que le da una piel multicolor que brilla con los destellos de su creación. A su lado, imaginaba a un severo señor de porte elegante, vestido de punta en negro con un gracioso sombrero negro y un espeso bigote, como una caricatura de Charles Chaplin con un sencillo estilógrafo negro, con el que dibuja a la misma velocidad que su compañero trazando líneas finas y a penas perceptibles que al instante se colorean. Seguía con su visión casi mitológica que le rondaba la cabeza, hasta que se dio cuenta de que algo iba mal: El tren aminoraba su velocidad. Aún quedaban horas para que llegase a su destino y no había ninguna parada programada. Se levantó y caminó por el pasillo hacia los vagones delanteros, para averguar porqué demonios iba a retrasarse en su cita. A medida que avanzaba, se percataba de que cada vez había menos pasajeros y la mayoría dormidos, hasta llegar al primer vagón completamente vacío. Justo cuando intentó entrar en el vagón del maquinista, escuchó un estruendo, como un disparo, fuera del tren e instintivamente se giró. Efectivamente, había sido un disparo; y la víctima yacía boca abajo sobre una cama de sangre. El vergudo, vestía como un bandido propio de los western americanos, con un pañuelo tapándole la cara y un revólver en la mano. Él, intentó entrar en el vagón del maquinista atemorizado y con gestos torpes, para encontrarse allí un agujero de bala en el cristal del vagón y al pobre maquinista concentrado en el cielo con un tercer ojo chorreante de vida. Entró en pánico. Huyó hacia los vagones traseros. Veloz, abría las puertas de los vagones con brutalidad y nerviosismo, intentando buscar un lugar donde esconderse. Al llegar al último vagón, se dio cuenta de que no había nadie en todo el tren. Ningún tipo de rastro, ni equipaje, ni sangre, ni comida en las mesas... nada. En unos segundos aquel tren se había convertido en un tren fantasma con bandidos custodios. Se sentó en un asiento al lado de la puerta trasera, con la respiración acelerada y el corazón gritándole que descansara un poco. "La suerte se ha  reído hoy de los pasajeros de este tren", pensó. Una voz resonó por todo el vagón diciendo: Y tan caprichosa es esta dama, querido amigo, que a penas le has saludado... y ya te despide. El chico saltó de la silla y cayó al suelo a punto de entrar en pánico por aquella voz.
-¿Quién demonios eres?- preguntó atemorizado.
-Oh, no temas joven viajero, no te lastimaré, tan sólo quiero hablar, tú has empezado esta conversación. Creo que formo parte de tu imaginación, puede que ya estés loco de atar.
-Mientes, eres real, ¡Muéstrate! ¡Sal de tu escondrijo, rata! - dijo mientras movía violentamente todas las mesas del vagón.
-Soy real, efectivamente, pero no estoy en este vagón. Estoy en la estación, tan sólo me reía de ti, todos los trenes tienen un sistema de llamada de emergencia por megafonía, te veo a través de la cámara y escucho lo que dices con un micro instalado en la cámara. ¿Qué cojones creías que era, pardillo? - Rió la voz, con carcajadas exageradas e incluso con algunas de estas de fondo.
El joven respiró aliviado, se sintió estúpido y le contestó: ¿Cómo salgo de aquí? Están atracando el tren, necesito ayuda, por favor. La voz rió de nuevo y se transformó en una sirena estridente que sonó con fuerza, mientras la habitación se convertía en un almacén y él volvía a sentir cómo se movía el tren bajo sus pies. Salió del vagón y se encontró con las miradas fijas de todos los pasajeros del vagón siguiente. Avergonzado, siguió caminando atónito hasta su vagón, lentamente y boquiabierto. Al llegar a su asiento, se despertó. Se había dormido contemplando el paisaje y estaban cerca de su destino. Al abrir los ojos, se encontró delante a dos hombres, uno con pelo excéntrico y larga barba blanca, con mono de trabajo amarillo lleno de manchas de pintura y otro, como una caricatura de Chaplin. Ambos conversaban sobre la ciudad a la que iban a llegar. Él, riendo, siguió mirando por la ventana.

viernes, 5 de octubre de 2012

Camino carmesí.

 Donde el frío congela lentamente la llama de cualquier corazón, se veía un camino estrecho que se perdía en el horizonte nocturno. A ambas partes del camino, la naturaleza más salvaje hacía su presencia, acechándolo, acercándose lentamente con cada soplo de viento. Quien paseaba por allí se sentía en comunión con su alrededor, una parte más de toda la atmósfera que creaba el paisaje. El paseo llevaba a un pequeño pueblo abandonado, ya en ruinas, desde el parque de una gran ciudad. Al principio, el angosto camino se presentaba como una serpiente rojiza moviéndose entre la maleza, hasta que lentamente se iba transformando en una cuerda sinuosa que parece no acabar nunca.
 Pasear por allí de día era un placer, pero por la noche se volvía un acto de valentía. El viento agitaba con violencia las ramas de todos los árboles, que parecían arañar con furia la piel del reptil carmesí. El cielo y la naturaleza, cada vez más hostil y tenebrosa, se juntaban en un oscuro ritual que amedrentaba a las almas con más coraje. Sin embargo, siempre hay alguien tachado de loco, que ignorando toda advertencia sensorial, se adentra a caminar en una senda sin apenas posibilidades de retorno.
 No tenía a dónde ir, llegó a ese camino después de estar varias horas perdido por las calles de su propia memoria. La ciudad se había desvanecido, mirase donde mirase veía escenas pasadas de su vida que no quería recordar. Su mente se había vuelto su realidad y necesitaba escapar de aquello. Y en ese momento, encontró el inicio de aquel camino. Se adentró con paso lento y mirada perdida, con hombros caídos y manos en los bolsillos. Siguió paseando, degustando cada detalle que se le rodeaba: El lenguaje ancestral del viento, los movimientos propios de la danza de las nubes dentro del cielo nocturno o incluso el misterioso color que cobraban los árboles por la noche.
 Siguió andando durante horas, hasta que se percató de que su sombra seguía andando cuando se paró a mirar un claro a la derecha del camino. Segundos después, la sombra se paró. Empezó a andar y pararse para probar lo que había visto, y vio ese mismo fenómeno varias veces. Se quedó petrificado, extrañado y a la vez intrigado. Miró a su sombra, y le preguntó sobre lo que ocurría. La sombra le respondió que había tenído un mal día, y que le perdonase por seguirle de manera tan torpe. Aún asombrado, el chico, mientras seguía paseando, empezó a hablar:
-Todos tenemos malos días, no te preocupes. Tú ya has visto cómo estoy. No veo la luz al final del tunel, no puedo encontrar una salida a todo esto. Me supera, de veras. Cada vez es más atractiva la opción de saltar por un puente o quedarme quieto cuando pase un tren.
-No seas gilipollas, si tú mueres yo muero. Y este es un buen trabajo, estoy muy contenta contigo. Tener un jefe con unos movimientos tan elegantes es difícil por lo que he podido hablar con las demás. Mira, si quieres hablar con alguien, habla conmigo. No me importa, y así me aseguro tener un buen trabajo.
-Creo que si contase esto a alguien me tacharían de loco. Seguramente lo esté. Es más, lo estoy. Pero hablaré contigo.
-No lo estás. Este camino tiene algo mágico, algo... místico, no se cómo llamarlo, pero está bien poder hablar contigo. Ya que no cobro, algo de conversación no viene mal. Pásate más por aquí, si no te importa. Además: Estás algo loco, pero el problema es que has visto demasiada realidad durante mucho tiempo. No buscas la cordura, simplemente dejas que la locura te domine cuando quieres que te domine. Eres lo más cuerdo que camina por esa ciudad.
-Gracias. Necesitaba escuchar algo así.
 Y siguieron conversando hasta bien entradas las primeras luces del día, sin comprender lo sucedido, pero los dos se sentían bien con aquella compañía.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Un destello plateado en un puente oscuro.

Un gigantesco puente perdido en la niebla de las afueras de la ciudad, iluminado por un ridículo número de luces que formaban fantasmas naranjas por todas partes. El frío se hace todavía más presente en el puente, construído con grandes vigas de metal tachonadas. No es una gran obra arquitectónica, apenas tiene valor artístico, una gran tabla de metal apoyada entre una punta y otra de un abismo oscuro con sonidos de agua trepando por las escarpadas paredes de las dos partes del barranco. Una noche cerrada, sin luna y en la más oscura penumbra. apenas se distinguen las escasas luces del puente en varios kilómetros de camino, y alguna aparición fugaz de un coche o una moto que creaba momentáneamente un nuevo fantasma amarillento, que bailaba con los anaranjados al son de traqueteo del suelo metálico antiguo.
A un lado del puente, sentado con los pies colgando en el vacío, permanece un hombre, quieto, mirando al vacío bajo sus pies. Juguetea con los pies, pensativo, intentando decidir qué va a ocurrir después de esos instantes. De repente, alza la cabeza y pierde la vista en la neblina del cielo oscuro como sus peores pesadillas. 
-No tengo la menor idea de por qué no me lanzo de una vez y dejo todo de lado. No tengo nada más, no quiero seguir viviendo aquí. -tomó aire y continuó hablando con la noche- Son motivos muy típicos, es cierto. Pero este mundo no es para mí, no quiero seguir viviendo en este mundo, donde la gente sigue discutiendo sobre política como hacían casi setenta años atrás, dónde la gente sigue jugando a ser Dios con todo, el mundo de la manía controladora. Hoy en día queremos tener todo amarrado y seguro, no puedes ser flexible o te atacarán hasta acabar contigo. El azar, la suerte, se ha perdido. Tan sólo una pequeña porción seguimos utilizándolo, aceptando lo que nos depare el destino y afrontándolo con coraje. Todo tiene que ser fijo y pesado, la ligereza y la fluidez se han perdido. Parece que no saben que tu suerte la forjas tú, y que el azar sólo te da lo que mereces -saca una moneda del bolsillo, plateada y más grande de lo normal- Creo que es hora de decidir, ¿Verdad mi vieja compañera? -sonríe tristemente, mostrando todo el dolor pasado- Este será mi fin o asimilaré la cultura del fijismo actual. Cara, me lanzaré, cruz, me resignaré. 
Lanza la moneda, sonriente y al caer en el dorso de su mano, la tapa con la otra. Cuenta hasta tres, y destapa el resultado; Cara. Deja la moneda a su lado, como si fuera una herencia para alguien que desee luchar contra el mundo, y se deja caer al vacío más tenebroso hacia una muerte segura. 
Pasaron por allí muchísimos vehículos después de aquello, ignorando lo ocurrido. Para variar, nadie se paraba a pensar sobre todas las historias que allí ocurrían, si alguien se hubiese acercado paseando, o se hubiera bajado del coche, hubiera encontrado la moneda plateada apoyada en un lado del puente. 
Una curiosa moneda, muy singular, con dos caras.

Bella, graciosa e impertinente.

La muerte le observaba paciente y quieta desde el final del pasillo. Tenía clavados sus ojos gélidos en el destello de la lámpara sobre la botella que alzaba bebiendo. No quería actuar, aún no era su hora, le faltaban unas horas de vida aún. 
El hombre, ignorando que alguien le observaba, seguía en su odioso mundo. Estaba sentado en una silla de oficina, apoyando los codos en el inmenso escritorio que tenía delante. Una capa de folios arrugados con furia se esparcía sobre el escritorio, también repleto de restos de comida y tinta negra. Entre toda la suciedad del escritorio, destaban varias botellas de whisky vacías y una máquina de escribir que aún funcionaba, en la que estaba escribiendo. El escritorio tenía enfrente un ventanal que sustituía a la pared, por el que se veía un gran edificio gris y lleno de ventanas con las persianas echadas. Era de noche, tan de madrugada que las farolas de la calle ya no iluminaban esa habitación y los últimos jóvenes volvían a casa. No se escuchaba nada más que el tintineo de las teclas de la máquina y el whisky deslizándose por su garganta. Se veía reflejado en el ventanal, ahí sentado, escribiendo y bebiendo. Abatido. Sin sueños. Sonreía de vez en cuando al verse con barba de varias semanas, ojeras de meses y el pelo alborotado. 
Le llegó la hora. La Muerte entró en la habitación, sin hacer ningún sonido, intentando ser silenciosa. Pero fue en vano, él la escuchó y se giró, ebrio, gritando palabras incomprensibles. 
-No grites puñetero borracho, me dejarás sorda. Es la hora, tienes que acompañarme. 
El hombre se levantó resignado, y Muerte aceptó aguantarlo hasta la puerta de su piso. Cuando consiguieron llegar, el hombre ya arrastraba los pies y apenas podía tenerse en pie. Al girarse, se vio a sí mismo en el escritorio, apoyado sobre él, muerto. 
-Así que eres la Muerte... Eso lo explica todo. Merecía morir, has tardado mucho. Nadie me echará de menos aquí, así que vamonos cuánto antes. 
Muerte se asombró, y pese a sus esfuerzos, se compadeció de él. Le abrazó con fuerza con lágrimas en los ojos, mientras él no entendía nada. 
- He llevado una vida asquerosa y patética, tengo lo que merezco, no tienes porqué llorar por mí. 
-Conozco la vida que has llevado, se qué has hecho, porqué bebías y que te has autoconvencido de que todo esto lo mereces. Tienes razón, nadie te recordará, y has hecho mucho más por este mundo que casi todos. 
El hombre se resignó, y aceptó que tenía razón. 
-Muerte... ¿Puedo pedirte un pequeño favor? 
-Por supuesto, ¿Qué quieres? 
-Recuérdame.

El traqueteo del tren mecía la maleta.

Una estación más, llena de gente corriendo de un lado a otro sin más. Un hormiguero metálico de hormigas estresadas en busca de dinero y ocio. Nadie espera ir lento, nadie espera a disfrutar de la vida y relajarse unos míseros instantes, tomar una bocanada de aire y seguir con su existencia. Nadie, excepto un pequeño borrón que se mueve tranquilo y apacible hacia su tren. Va cargado con maletas, bien vestido y con la mirada perdida. Todos se chocan con él, que al ir sin prisas inevitablemente recibía codazos y empujones de los demás. Tras una odisea de golpes, llegó a su tren, se sentó en un asiento doble al lado de una señora, cerca de una puerta. Dejó sus maletas en la parte de arriba de los asientos, quedándose solo con su mochila de montaña encima suya. A su lado, estaba sentada una anciana, no muy mayor, con cara risueña y ojos vivos. 
En mitad del viaje, la anciana le preguntó sobre su destino, y él contestó: 
-La verdad es que no se a dónde ir. De donde vengo no me queda nadie, y hacia donde voy no conozco a nadie. He cogido todo lo que tenía, lo he metido en esas maletas, he sacado algo de dinero del banco y me he largado sin decir nadie a nadie. A nadie le importa si estaré fuera o aquí, no hay nada que me ate aquí. -sonrío tristemente- Lo único que busco es una oportunidad de empezar de nuevo donde nadie me conoce. 
-Eso buscamos todos, empezar de nuevo, joven. Todos cometemos errores, no tienes porqué buscar un nuevo lugar en el que empezar, solo querer empezar. 
-A usted no la puedo engañar, señora. Ni si quiera quiero empezar de nuevo. Solo quiero llegar a un lugar dónde nadie me conozca. He de irme, volveré en un momento. 
El chico se alzó y se perdió en el pasillo. Esa fue la última vez que alguien lo vio. De camino al baño, abrió una puerta y saltó, murió en el acto de un golpe en la cabeza. 
La señora, al notar que no volvía, se fijó en una hoja de papel que asomaba en la mochila del muchacho, escrita con caligrafía temblorosa y con rastros de lágrimas, y la leyó: 
"No entiendo por qué todo es tan complicado. No se qué demonios le he hecho yo al mundo, pero me odia sin solución. Quiere joderme todo lo que pueda, cada día se supera a sí mismo. He perdido a mi familia, a mis amigos, a mi amada, todo. No tengo nada por lo que seguir vivo, nadie por quién luchar. Estoy absolutamente vacío. No quiero seguir en este mundo, he intentado cambiarlo, mejorarlo, pero estoy solo en esto. Nadie quiere ayudarme, nadie intenta romper las normas. Todo se acabó, no quiero seguir luchando contra todos, ni contra mí. Adiós, hasta siempre." 
La anciana empezó a llorar, sintió el dolor de una persona tan joven como una puñalada más en su curtido corazón. La anciana era redactora de un importante periódico, y escribió un pequeño artículo sobre ese joven. Se juró a sí misma que nunca le olvidaría, y que seguiría luchando por él contra el mundo, contra sus normas, contra sus idioteces, contra todo.

El cementerio de los escultores frustrados.

El cielo lloraba su muerte aquel día, dejando caer sus lágrimas sobre su lápida. Hacía apenas un año que estaba allí y ya nadie le recordaba, no recibía visitas, ni lloros, nada. Sin embargo, alguien apareció aquel día. Una sombra que aparentaba ser humana se paró delante de su lápida, se posó frente a ella, y se quedó contemplándola. No llevaba paraguas, llevaba empapado el traje barato y los zapatos prestados. Erguido, forzando la rectitud, con las manos escondidas en los bolsillos y la corbata mal anudada, miraba concentrado la lápida. No sabía quién era ni tenía la menor idea de porqué se había parado precisamente ahí. Observaba todas las pequeñas imperfecciones de la lápida, dañada por la erosión, mientras intentaba conocer el motivo que le había llevado a detenerse ahí. Miró al cielo, y tras unos segundos, bajó la mirada hacia la lápida decidido a hablar. 
-Vengo del entierro de mi madre, murió de un infarto mientras hacía la compra. Cosas así le hacen a uno pensar, ya sabe, sobre la muerte y todo eso. El día menos esperado, ¡Pam! Y ya está- Fingió una sonrisa y suspiró- Todo acabó, y te traen aquí. No es un gran lugar, parece algo así como un armario en el que meten la ropa vieja para volver a verla algún día y decir "Vaya, qué bien me lo pasé el día que fui con esa chaqueta al parque". La única diferencia real, es que la gente aquí llora por tristeza, con el armario por el polvo. Aunque aquí tampoco parece que limpien muy amenudo, claro que tampoco es muy necesario. Todo esto es un lío, primero te preparan, te maquillan y finalmente te meten en un rectángulo de madera con un cristal para que tus seres queridos te lloren. Qué rematadamente insensibles podemos llegar a ser los humanos para crear empleos alrededor de la muerte, eso debería de ser más familiar, que cada uno se encargase de una cosa: El tío de hacer el ataúd, el primo de alquilar el local para el velatorio, usted me entiende -Sacó un cigarrillo de su bolsillo, se lo dejó en los labios y lo prendió con una cerilla- y creo que me apoya, todo sería mejor así. Con su permiso, me iré a beber hasta perder el sentido a algún bar de por aquí, es la tradición, parece. Mucho gusto.
Mientras se giraba, la hija del amable hombre enterrado con el que hablaba, apareció andando plácidamente disfrutando del tiempo, con un elegante vestido largo, pero con un paraguas negro. Detuvo al orador, de su misma edad, y le dio el paraguas mientras le susurró: Lo cierto es que yo ayudé a mi hermano a construir el ataúd, y la lápida la talló mi madre. Espero volver a verle, parece un buen hombre. 
El orador, sonrió y le contestó: No puedo aceptar el paraguas, si quiere podemos compartirlo. Y que sepa, que espero que sea usted quién talle mi lápida. 
Pasó el tiempo, y decenas de años después, al lado de una lápida llena de polvo y musgo, pusieron otra, blanquecina y perfecta con el nombre de aquel orador, tallado de forma artesanal.